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.Esta vez les hab�a salido el tiro por elmocho del arcabuz, a los hideputas.Al otro lado de los fuertes y las vi�as pod�amos distinguir la ciudad de casas blancas y sus altas torressemejantes a atalayas.Doblamos el baluarte de San Felipe situ�ndonos fronteros al puerto, oliendo la tierrade Espa�a como los asnos huelen el verde.Unos ca�ones nos saludaban con salvas de pólvora, y respond�ancon estruendo las bocas de bronce que asomaban por nuestras portas.En la proa del Jes�s Nazareno, losmarineros aprestaban las �ncoras de hierro para dar fondo.Y al cabo, cuando en la arboladura gualdrapeó lalona recogida por los hombres encaramados a las antenas, guard� en la mochila el Guzm�n de Alfarache comprado por el capit�n Alatriste en Amberes para disponer de lectura en el viaje y fui a reunirme con miamo y sus camaradas en la borda del comb�s.Alborotaban casi todos, dichosos ante la proximidad de latierra, sabiendo que estaban a punto de acabar las zozobras del viaje, el peligro de ser arrojados por vientoscontrarios sobre la costa, el hedor de la vida bajo cubierta, los vómitos, la humedad, el agua semipodrida yracionada a medio cuartillo por d�a, las habas secas y el bizcocho agusanado.Porque si miserable es lacondición del soldado en tierra, mucho peor lo es en el mar; que si all� quisiera Dios ver al hombre, no lehabr�a dado pies y manos, sino aletas.El caso es que cuando llegu� junto a Diego Alatriste, mi amo sonrió un poco, poni�ndome una mano en elhombro.Ten�a el aire pensativo, sus ojos glaucos observaban el paisaje, y recuerdo que llegu� a pensar queno era el aspecto de un hombre que regresara a ninguna parte. Ya estamos aqu� otra vez, zagal.Lo dijo de un modo extra�o, resignado.En su boca, estar all� no parec�a diferente de estar en cualquier otrositio.Yo miraba C�diz, fascinado por el efecto de la luz sobre sus casas blancas y la majestuosidad de suinmensa bah�a verde y azul; aquella luz tan distinta de mi O�ate natal, y que sin embargo tambi�n sent�acomo propia.Como m�a. Espa�a  murmuró Curro Garrote.Sonre�a torcido, el aire canalla, y hab�a pronunciado el nombre entre dientes, como si lo escupiese. La vieja perra ingrata  a�adió.Se tocaba el brazo estropeado cual si de pronto le doliera, o pregunt�ndose para sus adentros en nombre dequ� hab�a estado a punto de dejarlo, con el resto del pellejo, en el reducto de Terheyden.Iba a decir algo m�s; pero Alatriste lo observó de soslayo, el aire severo, la pupila penetrante y aquella narizaguile�a sobre el mostacho que le daba el aspecto amenazador de un halcón peligroso y seco.Lo miró uninstante, luego me miró a m� y volvió a clavar sus ojos helados en el malague�o, que cerró la boca sin ir m�sall�.Ech�banse entretanto al agua las �ncoras, y nuestra nave quedó inmóvil en la bah�a.Hacia la banda de arenaque un�a C�diz con tierra firme se ve�a salir humo negro del baluarte del Puntal, pero la ciudad no hab�asufrido apenas los efectos de la batalla.La gente saludaba moviendo los brazos en la orilla, congregada antelos almacenes reales y el edificio de la aduana, mientras faluchos y peque�as embarcaciones nos rodeabanentre v�tores de sus tripulaciones, como si los ingleses hubieran huido de C�diz por nuestra causa.Luegosupe que nos tomaban equivocadamente por avanzada de la flota de Indias, a cuya arribada anual, lo mismoque el escarmentado Lexte y sus piratas anglicanos, nos adelant�bamos algunos d�as.Y voto a Cristo que el nuestro hab�a sido tambi�n un viaje largo y lleno de azares; sobre todo para m�, quenunca hab�a visto los fr�os mares septentrionales.Desde Dunquerque, en convoy de siete galeones, otrasnaves mercantes y varios corsarios vascongados y flamencos hasta sumar diecis�is velas, hab�amos roto elbloqueo holand�s rumbo al norte, donde nadie nos esperaba, y ca�do sobre la flota arenquera neerlandesapara ejecutar en ella muy linda monter�a antes de rodear Escocia e Irlanda y bajar luego hacia el sur por elVOL [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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