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.Pero quizá fuesen sospechasexageradas, con las que intentaba imitar malamente a mi maestro, pues no tardé enadvertir que semejante cálculo no hubiese sido de mucha utilidad en verano.Salvo (medije) que en verano aquella parte fuera precisamente la más expuesta al sol, y, porconsiguiente, también entonces, Ia menos frecuentada por los monjes.La mesa del pobre Venancio estaba situada a espaldas de la gran chimenea y era,probablemente, una de las más codiciadas.En aquella época yo no había pasado todavíamuchos años en un scriptorium, pero después gran parte de mi vida transcurriría enellos, de modo que conozco los sufrimientos que el copista, el rubricante y el estudiosodeben soportar en sus mesas durante las largas horas invernales, cuando los dedos seentumecen sobre el estilo (porque ya con una temperatura normal, después de escribirdurante seis horas, los dedos sienten el terrible calambre del monje y el pulgar duelecomo si lo estuvieran machacando en un mortero).Y así se explica que a menudoencontremos al margen de los manuscritos frases dejadas por el copista comotestimonio de su padecimiento (y de su impaciencia), por ejemplo:  ¡Gracias a Dios nofalta mucho para que oscurezca! o  ¡Si tuviese un buen vaso de vino! , o  Hoy hacefrío, hay poca luz, este pergamino tiene pelos, hay algo que no va Como dice unantiguo proverbio, tres dedos sostienen la pluma, pero el que trabaja es todo el cuerpo.Trabaja, es decir, sufre.Pero estaba hablando de la mesa de Venancio.Como todas las situadas alrededor delpatio octagonal, destinadas a los estudiosos, era más pequeña que las otras, situadasbajo las ventanas de las paredes externas, y destinadas a los copistas.y miniaturistas.Sinembargo, también Venancio trabajaba con un atril, probablemente porque estabaconsultando manuscritos que la abadía había recibido en prestamo para copiar.Encimade la mesa había una estantería baja en la que se amontonaban unos folios sueltos; comoestaban en latín, deduje que era lo último que había estadotraduciendo.Los folios, cubiertos por una escritura rápida, no estaban ordenados enpáginas, de rnodo que después deberían haber pasado a las mesas del copista y delminiaturista.Por eso eran bastante ilegibles.Entre los folios se veía algún libro engriego.Otro libro griego estaba abierto en el atril: era la obra que Venancio había estadotraduciendo los últimos días.En aquella época yo todavía no sabía griego, pero mimaestro leyó el título y dijo que era de un tal Luciano y que contaba la historia de unhombre transformado en asno.Esto me hizo recordar una f ábula análoga de Apuleyo,cuya lectura solía prohibirse severamente a los novicios.-¿Cómo es que Venancio estaba traduciendo esto? -preguntó Guillermo a Berengario,que estaba a nuestro lado.-Es un pedido que hizo a la abadía el señor de Milán.En compensación, la abadíaobtendría un derecho de prelación sobre el vino que produzcan unas fincas situadas enla parte de oriente -dijó Berengario, señalando a lo lejos con la mano.Pero se apresuró aañadir-: No es que la abadía se preste a realizar trabajos venales para los laicos.Pero elque encargó la traducción consiguió que el dogo de Venecia nos prestara este preciosomanuscrito griego, obsequio del emperador bizantino.Y, una vez acabado el trabajo deVenancio, habríamos hecho dos copias: una para el que encargó la traducción y otrapara nuestra biblioteca.-Que, por tanto, también acoge fábulas paganas  dijo Guillermo.98 Umberto Eco El Nombre de la Rosa-La biblioteca es testimonio de la verdad y del error -dijo entonces una voz a nuestrasespaldas.Era Jorge.También esa vez me asombró (y con frecuencia volvería a hacerlo en los díassucesivos) la manera inopinada que tenía aquel anciano de aparecer, como si nosotrosno lo viéramos y él sí nos viese.Me preguné, incluso, qué podía estar haciendo un ciegoen el scriptorium.Pero más tarde me di cuenta de que Jorge era omnipresente en la abadía.Y a menudoestaba en el scriptorium, sentado en un sillón cerca de la chimenea, y no parecíaescapársele nada de lo que sucedía en la sala.En cierta ocasión le oí preguntar en altavoz desde aquel sitio: ¿Quién sube?, mientras volvía la cabeza hacia Malaquías, que,con pasos amortiguados por la paja, se dirigía a la biblioteca.Los monjes lo estimabanmucho y solían leerle pasajes de difícil comprensión, consultarlo para redactar algúnescolio o pedirle consejos sobre la manera de representar algún animal o algún santo.Entonces clavaba sus ojos muertos en el vacío, como.mirando unas páginas que sumemoria había conservado nítidas, y respondía que los falsos profetas van vestidos deobispos y que de sus labios salen ranas, o cuáles eran las piedras que debían adornar lamuralla de la Jerusalén celeste, o que en los mapas los arimaspos debían representarsecerca de la tierra del cura Juan, pero cuidando de no excederse en la pintura de sumonstruosidad, porque no debían seducir al que los contemplara, sino figurar comoemblemas, reconocibles pero no concupiscibles, y tampoco repelentes hasta el punto deprovocar risa.En cierta ocasión, oí que aconsejaba a un escoliasta sobre la manera de interpretar larecapitulatio en los textos de Ticonio de acuerdo con las ideas de San Agustín, para noincurir en la herejía donatista.Otra vez lo escuché aconsejar sobre la manera dedistinguir, en el comentario de un texto, entre los herejes y los cismáticos.Y en otraocasión, responder a la pregunta de un estudioso diciéndole que libro debía buscar en elcatálogo de la biblioteca, y casi en que folio encontraría la referencia, mientras leaseguraba que el bibliotecario no pondría el menor obstáculo para entregárselo, porquese trataba de una obra inspirada por Dios.Y otra vez oí que decía que cierto libro nopodía buscarse porque, si bien figuraba en el catálogo, hacía cincuenta años que las rataslo habían arruinado, y se pulverizaba entre los dedos con sólo tocarlo.En resumen: erala memoria misma de la biblioteca, y el alma del scriptorium.A veces amonestaba a losmonjes cuando les oía charlar:  ¡Apresuraos a dejar testimonio de la verdad! ¡Lostiempos están próximos! , y aludía a la llegada del Anticristo.-La biblioteca es testimonio de la verdad y del error -dijo, pues, Jorge.-Sin duda, Apuleyo de Madaura tuvo fama de mago -dijo Guillermo-.Pero, tras el velode la fantasía, esta fábula también contiene una valiosa moraleja, porque enseña lo caroque se pagan las faltas cometidas.Además, creo que la historia del hombretransformado en asno alude claramente a la metamorfosis del alma que cae en elpecado.-Quizá -dijo Jorge.99 Umberto Eco El Nombre de la Rosa-Y ahora también comprendo por qué, durante la conversación que mencionaron ayer,Venancio se interesó tanto por los problemas de la comedia.En efecto: también estetipo de fábulas puede asímilarse a las comedias de los antiguos.A diferencia de lastragedias, no narran hechos sucedidos a hombres que han existido en la realidad.Comodice Isidoro, son ficciones:  Fabulae poetae a fando nominaverunt quia non sunt resfactae sed tantum loquendo fictae.En un primer momento no comprendí por qué Guillermo se había metido en aquelladiscusión erudita, y justo con un hombre que no parecía tener mayor predilección pordichos temas.Pero la respuesta de Jorge me demostró lo sutil que había estado mimaestro.-Aquel día el tema de discusión no eran 'las comedias, sino sólo la licitud de la risa -dijofrunciendo el ceño [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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